Francisco Rodríguez / Toledo
Toledo es una ciudad de leyenda, en la que muchas veces lo real se funde con el mito. Existe una historia en la ciudad, muy enraizada desde antiguo, que es sin duda la prueba palpable de ello, se trata de la conocida indistintamente como la espada, o alfanje, de San Pablo o el cuchillo de Nerón.
La espada llegó a Toledo con la atribución de que con ella se había degollado al apóstol San Pablo, una muerte que la historia atribuye al emperador romano Nerón.
La antigua tradición cristiana testifica que la muerte de San Pablo tuvo lugar en Roma entre el año 67 y el 68 después de Cristo. Su martirio se narra por primera vez en los ‘Hechos de Pablo’, escritos hacia finales del siglo II, los cuales señalan que el emperador Nerón lo condenó a muerte por decapitación. Era ciudadano romano y no podía ser crucificado. La imaginería se encargó años más tarde de recrear el martirio, incluyendo el arma que sesgó su vida: una espada.
Pero, ¿cómo llegó ese arma a la ciudad? La figura que presuntamente se encarga de traerla directamente desde Roma tampoco tiene desperdicio.
Se trata del cardenal Egidio Álvarez de Albornoz y Luna, más conocido como Gil de Albornoz, que fuera arzobispo de Toledo entre 1338 y 1350. Gil de Albornoz, fundador del Colegio de Bolonia, trajo a Toledo la presunta espada con la que fue degollado San Pablo directamente desde Roma como un regalo del Papa Urbano V. El Santo Padre número 200 mantenía una estrecha relación con Albornoz, no en vano éste había renunciado a la tiara propiciando así su elección.
El historiador Antonio Martín Gamero, en su libro ‘Los Cigarrales de Toledo’ (página 71), hace referencia a Albornoz como poseedor del cuchillo hasta que lo dona al convento de la Sisla. Lo denomina «preciosa reliquia» que regaló a la Catedral con otras muchas cosas que trajo de Roma.
Si se tiene como correcta la referencia de que Urbano V regala la espada, teniendo en cuenta que su papado duró de 1362 a 1370, y que Albornoz muere en 1367, estaríamos hablando de que el cuchillo de Nerón llegaría a Toledo en algún momento entre 1362 y 1367.
Además, hay que tener en cuenta que el convento de la Sisla se funda en 1384, por lo que no se pudo cerrar la donación en vida.
Sea como fuere, lo cierto es que la reliquia terminó en manos de los monjes jerónimos de La Sisla, y desde entonces queda datado, tanto por el historiador Martín Gamero, como por Sixto Parro (’Toledo en la mano’, tomo II, Página 13), como por Rodrigo Amador de los Ríos (’Una excursión a las ruinas de la Sisla’, 1910), que el cuchillo era venerado por los fieles el 25 de febrero de cada año, día del apóstol San Matías, permitiéndoles besar la reliquia.
La espada estuvo en La Sisla hasta la Guerra de la Independencia, cuando se traslada por seguridad al convento de las Jerónimas de San Pablo «para que no fuera robada por los franceses», pero finalmente retorna en 1814.
Permanece allí seis años más, y en 1820, debido a la expulsión de los monjes jerónimos de La Sisla por la desamortización, la madre abadesa de las Jerónimas de San Pablo escribió una carta al entonces arzobispo de Toledo, Luis María de Borbón y Vallabriga, con fecha 25 de octubre de 1820, solicitando el cuchillo de San Pablo. Fue entregado finalmente a ellas por el padre prior Fray Francisco Moreno de Guadalupe.
Allí permaneció el cuchillo hasta la Guerra Civil, momento en el que desaparece de las páginas de la historia… para pasar a los periódicos.
El 3 de enero de 1950 el diario El Alcázar titulaba en portada: «Se busca el cuchillo con el que fue degollado San Pablo». El periodista Luis Moreno Nieto fue el encargado de recoger tan inusual acontecimiento, haciendo referencia levemente a que el cuchillo fue traído a Toledo por Gil de Albornoz y pasando posteriormente a detallar lo que ocurrió con la reliquia durante la Guerra Civil en lo que es hasta la fecha la creencia aceptada de lo sucedido.
Al llegar las tropas republicanas a la ciudad, con el Alcázar sublevado y atrincherados allí militares y Guardias Civiles, lo primero que hicieron fue tomar los conventos de la ciudad para usarlos como cuarteles. Se arrestó a las monjas, pero la historia de lo que le pasó al cuchillo llegó en boca de una de ellas a la que, anciana e impedida, se le dejó permanecer en el convento.
El artículo del diario El Alcázar narra cómo esa monja contó que el demandadero del convento arrojó la espada, junto a una escopeta vieja que guardaba, al pozo del patio del convento antes de que llegaran las tropas republicanas. Ahí se perdió el rastro de la reliquia.
Pero, ¿quién decidió buscar en 1950 un cuchillo que prácticamente había sido olvidado por la guerra? Pues alguien que lo tenía muy presente desde antes de 1936.
La orden de iniciar tan peculiar búsqueda partió del propio general Franco, que desde que en 1907 entró como cadete en la Academia de Infantería de Toledo quedó fascinado por la historia de la espada y que, según relatos de las propias monjas jerónimas, solía acudir a venerar el cuchillo, que hasta 1936 se expuso en la iglesia abierta al culto del propio convento.
Iniciar la búsqueda en 1950 tenía también la intención, según se recoge en la prensa de la época, de recuperar la reliquia para poder regalársela al Papa Pío XII para celebrar el recién instaurado Año Santo y, de paso, limar las asperezas entre España y el Vaticano que en 1953 permitirían la firma de un nuevo Concordato.
La búsqueda de la espada fue un acontecimiento en la ciudad. Los bomberos llegaron a descender al pozo del convento para encontrar la reliquia, buscaron por todos los tejados y se tiraron varios tabiques sin éxito. No había rastro del arma.
La obsesión de Franco por el cuchillo de San Pablo le persiguió durante años. Luis Moreno Nieto, en su libro, ‘Franco y Toledo’, narra como el general solía contar la historia de la reliquia a cada uno de los seis gobernadores civiles que nombró en vida para la provincia.
Sin éxito en la búsqueda pasaron los años, y en 1967 se produjo lo que la prensa de la época catalogó como «un hallazgo providencial». En los archivos del Museo de Santa Cruz se encontró un pergamino, compuesto por dos hojas de vitela cosidas, en el que se dibujaba el cuchillo tanto en su anverso como su reverso.
El historiador Julio Porres catalogó el documento como obra de Francisco Xavier de Santiago Palomares y su hijo Dionisio, eruditos toledanos que en el siglo XVIII se dedicaron a catalogar armas y firmas de maestros armeros toledanos.
Con este documento se reavivaron las ascuas de la búsqueda. De nuevo el Régimen Franquista inició una campaña en prensa para dar a conocer la historia y tratar de encontrar algún rastro.
Finalmente, ante la falta de éxito, se optó por realizar «dos réplicas». Los artesanos de la Fábrica de Armas se encargaron de dar forma al objeto con las indicaciones del arma registradas en el pergamino de Santa Cruz. Un artículo de ABC narra cómo el 3 de diciembre de 1967 se hizo entrega a Franco de una de las réplicas en la finca ‘Castillo de Higares’, en Mocejón, de manos del gobernador civil Thomas de Carranza.
La espada fue entregada personalmente por el ingeniero jefe encargado de la Fábrica de Armas de Toledo en aquella época, Buenaventura Osset Rey.
El 14 de junio de 1969 el cardenal primado de Toledo, Vicente Enrique y Tarancón, recibió como regalo de la Fábrica de Armas la otra réplica de la espada. Curioso regalo en común para una figura que protagonizaría duras disputas con Franco y que, a su muerte, se caracterizó por su talante conciliador durante la transición.
Se cerraba así la búsqueda del cuchillo de San Pablo, que ha permanecido oculta en la memoria de los que la vivieron hasta que el periodista Francisco Rodríguez ha tratado de juntar de nuevo las piezas de esta peculiar historia que continúa, mañana, domingo 22 de enero, aquí, en El Cultural Castilla-La Mancha.