EC / Toledo
El arzobispo de Toledo, Braulio Rodríguez Plaza, se ha pronunciado sobre el cierre de los conventos y la vida contemplativa en su escrito semanal. Hasta ahora, el primado de España había esquivado el tema en la opinión pública frente a una ciudad cuyas instituciones culturales, como la Real Fundación o la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas, han mostrado en más de una ocasión su preocupación por una cuestión patrimonial tanto en el sentido espiritual como material.
Por su interés, a continuación reproducimos el escrito íntegro firmado esta semana, vísperas del Corpus, por monseñor Rodríguez Plaza:
En el domingo de la Santísima Trinidad la Iglesia diocesana ora y debe preocuparse por las monjas de clausura; también por los monjes que viven en San Bernardo, monasterio de Ntra. Sra. de Monte Sion en Toledo. Los Monasterios de Monjas son más de 40 en la Diócesis. ¿Cómo preocuparnos por las hermanas que aquí ofrecen su vida por la Iglesia, siguiendo a Cristo Esposo de esa manera peculiar de la vida contemplativa? Sin duda alguna, sería saludable para los católicos conocer los distintos monasterios, porque muchos los desconocen por completo y el desconocimiento lleva consigo no amarlos y no apreciarlos. Habría, pues, que empezar por ahí.
Después, urge conocer el “genio” de la vida de los contemplativos. En la Iglesia no todos sus miembros tienen la misma función (cfr. Rom 12, 4); pero, según el Vaticano II, ocupan un lugar eminente “los Institutos destinados por entero a la contemplación, es decir, aquellos cuyos miembros se dedican solamente a Dios en la soledad y el silencio, en la oración constante y la penitencia generosa. En efecto, ofrecen a Dios un señalado sacrificio de alabanza, ilustran al Pueblo de Dios con frutos muy ricos de santidad y lo edifican con su testimonio e incluso contribuyen a su desarrollo a través de una misteriosa fecundidad” (Decreto Perfectae Caritatis, 7).
Mientras la realidad de la vida contemplativa no se aprecie en su justo valor, las monjas nos parecerán siempre personas raras, que llevan una vida extraña, o las tendremos solo por mujeres que rezan a Dios por nosotros y nos resguardan de peligros concretos, como pararrayos contra una supuesta ira de Dios. Son entonces “esas monjitas buenas” que las queremos porque están en mi pueblo, en mi barrio o en mi calle, y se les aprecia. Pero sin entrar ni en las dificultades que tienen, en tantos casos por falta de vocaciones, ni qué tesoro puede perder la Iglesia si no hay vida contemplativa. Frente al “ateísmo práctico” de tantos en nuestra sociedad, que están absorbidos por las cosas de acá y tienen a “Dios” como palabra sin sentido, es necesario reconocer que unas personas, las contemplativas, “dedicadas por entero a Dios en la soledad y el silencio”, significan ir derechos a Dios como realidad realísima que llena por entero el corazón humano y lo rebosa.
El contemplativo, sea hombre o mujer, no se desinteresa del prójimo y de todo lo realmente humano. Desde el silencio, además, pueden las palabras recobrar su sustancia, liberarnos y hacernos entrar en comunicación con los demás. Los contemplativos, a través de su entera existencia, dan testimonio de que Dios es mayor que cualquier otra realidad. ¿Cómo, pues, no pedir a Dios que haya jóvenes que se sientan atraídos por esta forma de vida cristiana que son las Monjas de Clausura? No sé hasta qué punto los católicos estamos preocupados por la falta de vocaciones para la vida contemplativa en nuestra Diócesis. Es problema de todos.
Bien sé que en la ciudad de Toledo hay muchos que se preocupan seriamente por el futuro de los muchos monasterios que aquí existen. Pero no todo el que escribe sobre el futuro de estas casas de contemplación está preocupado por las monjas y el valor del testimonio de su vida. Su preocupación es otra y se puede describir de este modo: “¿Qué pasará con lo que hay en esos monasterios, si las hermanas se acaban o no pueden sostener esos recintos tan valiosos, sin duda, desde el punto de vista del patrimonio?”. A estas personas yo quisiera exhortarles a que consideraran que un monasterio sin monjas, pierde su significación y se convierte en “museo”, algo tal vez valioso, pero “muerto”, que sólo suscita cosa pasada, no viva. Y ellas, las monjas, merecen otra cosa.